Cuando llegué al instituto me dirigí a la clase absorta en los miles de pensamientos que golpeaban mi mente, caminando hacia ella por mera inercia y sin ser consciente de lo que pasaba a mi alrededor, o de quien pasaba. Aunque supongo que como todo lo que hacemos en nuestra rutina, con pura apatía.
Tras escuchar aburridas clases sobre conocimientos ya desfasados y que no utilizaría en la vida, cayó en mis manos un libro, y no cualquier libro, si no mi libro preferido. En él se narra la historia en el que un joven perdido y desorientado en su día a día cae en el mundo de las drogas. Esa es la vía de escape hacia un mundo sin problemas y sin tormentos, gracias a la maravillosa cocaína que, más tarde, acabará con su vida. Y como si de un bombardeo se tratara, corrí como pude hacia un sitio tranquilo y solitario que me permitiese viajar hacia un mundo que me alejara así del mío. Devoré cada letra, cada palabra, cada frase, cada párrafo, cada página sumergiéndome en el relato como si yo misma fuese la protagonista. Ahondé en cada detalle que pasó desapercibido esa primera vez que lo leí y, cuando terminé de leerme una buena parte, me di cuenta de que el libro, durante ese tiempo, se había convertido en una maravillosa droga, capaz de paliar todo el sufrimiento y el vacío que sentía.
Me tumbé y las horas pasaron como trenes de alta velocidad. Era eso lo que necesitaba realmente, una droga. Y sí, en el sentido metafórico. Necesitaba un aliciente que inhibiera mi realidad y que a la larga llenase mis lagunas. Pero, en medio de toda esta filosofía, fui interrumpida. Me levanté con impetuosidad, y con la intención de no ser agradable, cuando me di cuenta de quién me acababa de saludar y estaba de pie en frente de mí, el chico misterioso del autobús.
– Vaya, por fin sé algo más de ti, ¿estudias aquí?- me preguntó con cierta insolencia y superioridad, totalmente acorde a como me había imaginado que podría ser. Iba vestido de manera distinta a como me lo encontré esta mañana, ahora iba mucho más arreglado e incluso repeinado.
Yo me quedé en silencio, no sabía qué contestar. No quería que supiese que era más pequeña que él y que me clasificara como una niña cualquiera de un instituto cualquiera.
– No, vengo a recoger a mi hermana- dije con seguridad, aunque por dentro mi corazón fuese a estallar de un momento a otro.
– Una lástima, y yo que te iba a invitar a algo. En fin, nos vemos mañana.
Y se fue. Se fue como había venido, sin esperarlo. Se fue. Se fue y sentí justo en aquel momento que el destino nos acababa de unir y que nuestros caminos se habían cruzado para para continuar juntos, aunque desgraciadamente, al final sería como ir descalza por un camino pedregoso y punzante que conduciría a vivir mi mayor pesadilla.